sábado, 20 de octubre de 2007

Goles de Sangre

A veces me pregunto si la condición humana tiene límites o no los ha alcanzado aún. Es uno de esos días que despiertan sin sentido para el deporte. La conciencia de que la vida está por encima de las pasiones ha madrugado en Roma y ha ennegrecido la nobleza del fútbol con su radical postura. Todos hemos mirado compungidos a Italia, pero hemos roto el epitelio de la sensibilidad con el cuchillazo que arrebató la vida al hincha argentino. La pasión del fútbol ha desatado una euforia desmedida donde anida la violencia desenfrenada de unos pocos que se hacen muchos; y la destrucción del deporte como manifestación humana. Nada es suficiente cuando una vida se esfuma en un golpe de ocio, nada calma el llanto cuando horroriza ver a los grupos violentos enfrentados porque un trozo de cuero traspasó una marca de cal en una tarde de domingo. La irracionalidad radica en la simpleza de los hechos que desatan tales consecuencias. No basta lamentarse en el muro de las torpezas ni dar palos sin fe, hay que buscar soluciones, sonrojar a los piquetes y aderezar el camino del deporte si no queremos terminar ahogados en nuestra propia sangre. Y hay que mirar a los magnates que trafican con las vidas inocentes de jóvenes camuflados en la sensación viril de la masa, porque tienen la responsabilidad de dirigir, no un equipo de fútbol, si no el sentimiento humano de una masa social amplia, y para ello, han de estar capacitados, ser conscientes de sus actos y responsables de las consecuencias que estos pudieran ocasionar. El deporte es un espejo de doble cara, un paraíso donde se miran los niños – y no tan niños- en busca de referentes sociales, de modelos de vida, y un infierno donde identificarse con la condición innoble, que refleja rayos de violenta intensidad que deslumbran y ciegan los valores del juego. El fútbol es el diván de aquel psicólogo que cada domingo sienta a su paciente a su vera para observar de que adolece, y es tan fugaz como la personalidad de aquel, tan dañino como su impulsividad, y en ocasiones tan violento como la propia condición humana. Pero no olvidemos que nosotros lo creamos, bueno nuestros colegas anglosajones, pero nos lo dieron en herencia como deporte, un término procedente del latín desportore (distraerse) que paso al francés como desport (descanso) y al inglés como sport (descanso, placer, diversión), y que se está universalizando como desporte, despotismo, como la tiranía de las masas que confunden la vida con el juego y mezclan los sentimientos con el movimiento ambulante de un esférico que domina las pasiones impulsivas de la todo poderosa mente humana. Estamos deshumanizando el deporte porque los modelos que tenemos carecen de valores, no transmiten, y además, no son conscientes de la repercusión de sus actos. Acaso un jugador daría un codazo voluntario en un salto, si supiera que eso iba a provocar el botellazo a un compañero, o daría un empujón de rabia a un adversario si supiera que está empuñando el cuchillo que va a degollar a un hincha de su equipo. Creo que un padre no pudriría de insultos a un árbitro ante su hijo de apenas cinco años si supiera que este va a golpear hasta la muerte a quien no lleva sus colores. Estamos confundidos, perdidos en un juego circular que tiene puertas que se cierran tras la salida. Todos tenemos una copia de esa llave que abrirá el pórtico de la esperanza, pero hemos de enseñar a utilizarla a aquellos que nunca quisieron aprender, debemos ser modelos, asumir los valores del deporte y exportar desde el escenario una obra escenificada con más carga de humanidad. La violencia no es cosa de unos locos, es producto de todos, manufacturada con soberbia, quietud y casi ignorancia, y son demasiadas pruebas para un juicio visto para sentencia. Cumplamos la condena antes de que sea tarde, humanicemos el deporte, y comprendamos que la sangre debe hervir sin derramarse, porque el deporte es el bello rincón donde proyectar las virtudes, no carencias de la condición humana.

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