sábado, 16 de noviembre de 2013

Y si te toca la loteria... ¿conoceré a Batman?

Yo no creo en los ciclos, ni en las etapas, ni tan siquiera en las partes del todo. La vida es un boceto lleno de viñetas en blanco y negro que, o las coloreas o se imprimen en papel reciclado y empiezan a oler a celulosa cuando se cierran. Y digo que no creo que exista nadie quien dirija tus pasos más allá de las casualidades y oportunidades de esta vida caprichosa que a veces no es como queremos que sea. Estos caprichos vienen a refrescar esos cimientos anquilosados en la insana podredumbre del acomodo, pero a veces vienen a llevarse de un golpe el mejor edificio de cuantos conseguis-
te pilotar. Se trata de buscar lo positivo, y de dar colores a las viñetas para que se impriman en cuché, para que huelan siempre a nuevo y para que brillen como los libros impolutos cada vez que los abras, y su olor te recuerde aquellos buenos momentos.
A veces cuesta creerlo y casi que entendemos que la vida está hecha de casualidades que brillan solo del lado del rico, que tienen la esfericidad perfecta cuando la vemos en el hombro ajeno, y que se avinagra, se reduce y se decolora cuando llega al pórtico de nuestra existencia. Tal vez tengamos que deformar los sueños, que taxonomizar los deseos y desestructurar la razón para ver más allá, tal vez. Pero seguro estoy que tendríamos que retroceder tantos años como fuera necesario para volver a las infancias que nos vivieron, a aquellos sueños y metáforas que pernoctaban en nuestras ausencias. Porque tu sueño (el mio), el de él pasa por ver en tus (mis), sus manos la aritmética perfecta de un pedazo de papel coloreado que haga crecer tus cuentas en proporción a tus deseos. Mientras, aquellos años atrás, hoy para muchos, los sueños eran diferentes, son muy distintos y anidan en las manos de un superhéroe, o en una tarde de sala inbuidos en alguna fantástica peli. Los sueños no tienen edad, tienen experiencia, vida, y formas tan distintas que se esfuman y mueren en la existencia de una vida corrosiva, de un impulso intranquilo que oxida con la inercia del crecimiento las formas y los sentimientos.

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