Se pierde el último suspiro de este tiempo sórdido y ocioso. Va palideciendo el estío al ritmo de los días que decrecen en su alcoba, que van cerrándose húmedos y espesos buscando septiembres de incómoda prestancia y de inútiles intentos por afrontar la humana pesadilla de lo
cotidiano. En definitiva todo vuelve al cauce normal que acostumbraba, a la monótona quietud de los días repetidos y anquilosados en el espíritu del hombre que vive preso de su trabajo como último reducto de vida y respiro. Como decía Silva en su última novela, -y no le falta razón- el ser humano está hecho para trabajar, para realizarse en su trabajo y para vivir de él. Andaríamos , como afirma Lorenzo, envueltos en luchas por la supervivencia, en desgarradores conflictos que terminarían con la especie sino fuera por el yugo laboral. Cual animales lucharíamos si no encontrásemos la vía de escape que nos cimenta, alimenta y fermenta, ese acicate paralelo a lo familiar que ocupa la mente y la entretiene, que derrite el ego y lo alimenta, que sosiega al alma y la preocupa. Pensándolo bien, volver a trabajar está siendo la mejor medicina de todas. Nunca he concebido vida sin trabajo, al igual que me sucede a la inversa, pero creo que en su justa medida una combinación perfecta de ambos es un antídoto contra lo insufrible y una mansa manera de aceptar la vida como se acerca hasta ti. Mañana comenzaré mi jornada con la ilusión de volver donde me siento yo, donde me encuentro, donde puedo dar, al lugar donde crece el árbol de la vida, al rincón imperceptible de la psudorealidad personal que alivia el sufrimiento. Aunque tuviera todo el dinero del mundo me verías por allí, quizás no me guste estar ocioso, tampoco excesivamente ocupado, ni soy el ejemplo de nada, además con la que está cayendo como para quejarse. Siento la necesidad de sosegar la tempestad.
