Escuchaba el otro día con pasión uno de los géneros que más me embelesa: la entrevista. Hablaba una escritora de batallas cotidianas, una mujer sencilla y de pluma rebelde, y decía algo que me impactó sobremanera. Reflexionando sobre el placer, el arte, el tedio, la costumbre de escribir, y refiriéndose a la novela decía que lo más complicado era empezar. Le costó mucho definir el comienzo de su libro, pero cuando encontró la frase perfecta -afirmaba-, todo era mucho más sencillo. Mi libro comienza con la frase: Nací cuando mis padres dejaron de quererse. Me pareció una frase tan maravillosa que ni me detuve a pensar lo que ejemplificaba la autora con la misma.
La vida también está llena de comienzos, y es lo más difícil de la existencia pero tal vez el único recuerdo bello de una historia. Todos los finales tienden a la perversión de los inicios, pero los principios siempre tienen una magia singular que los define y disimula, que los sana y los inmacula de perfección y melancolía. Nuestras vida están llenas de lunes con los que amortizar las penas de un alma promiscua, de años nuevos que comienzan con deseos infinitos que se pierden jóvenes. Amores que nunca llegan a crearse por la dificultad de partir en dos el gélido sonrojo que los separa, amistades que sangran a destajo por un perdón que nunca enturbia la indigestión de la venganza. Comenzar, partir, soltar amarras, iniciar, delatar al futuro con pinceladas de antaño. Que difícil salir, decidido como el velero, inocente como el ave que busca residencia, o incipiente como el sol que despierta al alba. Que contradicciones tan bellas que descansan en la polisemia de nuestro castellano, bendito idioma. Partir, salir, iniciar la marcha y romper, con todo lo anterior, destrozar el pasado y dar muerte a lo pretérito. Contradicciones bellas de una historia de vida, de un castellano primoroso, que me tiene embelesado cada vez que comienzo a descubrirlo, ojala no termine nunca de hacerlo.
3 comentarios:
Bota vieja
(tras ver “La quimera del oro”, de Charles Chaplin)
Charlotada y comestible con
Con cubertería blanquinegra de hojalata:
sonrisas, ternura y soledad.
Hay un hombre que es camino y piedra,
huye de gritos que oyó en su infancia,
Vive a trasmano como nube que acecha,
procura disimular su presencia, sus miedos
de animal desprotegido, el del idioma por conocer,
arrebujado entre los colores del arco iris,
bajo ramas de árbol centenario cortadas con medida,
encajadas con arquitectura primitiva
y paciencia, última luz crepuscular, de orlador.
Anuda sus botas, dote y andanzas,
como si enlazara esperanzas anheladas:
la de parar en una casa sobre espejismos,
llamar a la puerta con el miedo incrustado en los nudillos,
esperar sin tiempo, como la apertura de una flor,
que alguien, al otro lado del umbral, de su mundo
de dinteles como tachaduras en pliego de cargos,
abandone una labor casera y ritual,
asome, abra, pregunte, escuche, mire sin asco ni rencor,
entre, busque, piense, recuerde, encuentre,
sopese, salga, hable, sonría, entregue.
El hombre que es camino y piedra, soledad agradecida,
busca el norte con botas nuevas.
Poema mío, para tí.
Un abrazo, querido Miguel.
Gracias por este fantástico regalo Juanma, ha sido un auténtico placer que las páginas de mi paraiso se vistan de gala para recibir tu pluma. Todos somos hombres de camino y piedra.
Un placer, como siempre. Un abrazo.
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